Han pasado sólo dos años, qué deprisa se olvida. Tal día como ayer, 15 de septiembre de 2008, la mayor bancarrota que vieron los tiempos dio la señal de salida a la peor recesión en décadas. Todo en esta historia es así, titánico, y aquel gigante naufragado se llamaba Lehman Brothers. Conviene recordar su nombre y la fecha que marcará pasa siempre nuestras vidas: 15-S. Aunque no lo parezca, no fue culpa ni de los liberados sindicales ni de los gitanos ni tampoco del precio del despido libre. Es la parte más obscena de la crisis: la desconexión entre sus causas y sus consecuencias.
Yo ya me he decidido. El 29 de septiembre iré a la huelga general por el 15-S y cuatro motivos más. El primero, por la reforma laboral; porque no creo en las recetas de esos economistas pirómanos que proponen apagar incendios con gasolina o combatir el paro abaratando el despido. El segundo, porque tengo un hijo de un año y, aunque sólo sea por él, me niego a rendirme ante la mayor estafa de la historia: que el fracaso estrepitoso de la ideología neoliberal se solucione con otras dos tazas de la misma sopa. El tercero, porque yo también conozco a sindicalistas egoístas y liberados perezosos, y creo que los sindicatos tienen mucho que mejorar. Pero me preocupa aún más que su derrota deje desarbolada la principal defensa de los trabajadores ante esos empresarios sin escrúpulos, que tampoco son todos como la caricatura de su representante, Díaz Ferrán, pero que también existen. El cuarto, porque me temo que la huelga no va a funcionar, y tengo debilidad por las causas perdidas.
Pase lo que pase, el 29 de septiembre la derecha podrá celebrar un éxito. Si la huelga triunfa, será una derrota del Gobierno. Si la huelga fracasa, será una derrota aún peor, la del sindicalismo. No será con mi ayuda.
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