Si para quien es eterno, el tiempo no existe, aquella mañana de agosto, Acorán decidió, por primera vez, dar cuerda a su reloj. Al hacerlo, supo que ya no había vuelta atrás y que aquellas manecillas inquietas, ya imparables, lo convertían en un hombre inmortal.
Neferet lloraba desconsolada en la orilla, y como tantos otros, invocaba siempre su nombre, para que les salvara de problemas que ÉL no llegaba a comprender. No poseía el don de sentir, pero era consciente de que en ese mundo que observaba tan ajeno existía algo que llamaban “amor”. Aquella muchacha buena y frágil, de piel de sal y espigas en el pelo, llevaba tres días de tormenta en la mirada, los mismos que azotaban el mar, los mismos que llevaba su padre subido en su barca de pesca. No sabía el porqué, pero no podía seguir viéndola llorar. Él provocó la tormenta, y Él la haría parar. Se acercó en silencia a ella y quitándole las manos de su rostro, le dijo:
-Mira quién regresa a la orilla.
Era su papá.
Neferet le abrazó con tanta verdad, que Acorán sintió por primera vez no solo el tacto de otra piel, sino el de su propia carne. Se descubrió mortal frente a unos ojos que ya no lloraban, reían, y creyó que algún órgano comenzaba a funcionar en su interior al recibir su primer beso. Iba a ser divertido aquél descubrimiento.
Tras el regreso de su padre, la vida en la pequeña isla Natribu volvió a la calma. El secreto de Acorán se mantendría a salvo en aquella comunidad de humildes pescadores, que nunca hicieron preguntas, pero le enseñaron todas las respuestas.
Ya era un hombre de mar y su piel se había tostado como granos de café. Cada tarde regresaba a casa ansioso para encontrarse con Neferet, con la que cada segundo era una aventura, con ella reía y lloraba sin parar, como un niño descubriendo la vida y el amor. No se cansaba de acariciar su piel, de besarla, de respirarla, de escucharla, de sentirla entera.
Entendió que la verdadera eternidad estaba en el poder de un “te quiero”. Hasta celebró sus primeras arrugas con un júbilo, que incluso a Neferet terminó contagiando. Las risas despertaron a los niños que dormían en la cuna. Acorán, el hombre, también era papá. La felicidad era aquello: almas que se encuentran y se aman.
Nunca se preguntó hasta cuándo, ni siquiera cuando su pelo se vistió de blanco, y en la playa ya no correteaban los hijos, sino los nietos. No, no había tiempo que perder pensando en el tiempo.
Neferet se fue en primavera, cuando su respiración ya solo le dejaba susurrar los “te quiero”. Se sonrieron hasta el último aliento, sin arrepentimiento en la mirada. En el último abrazo, sintió el mismo amor que en el primero, aquél que al primer contacto justificaba la renuncia a ser eterno. Sus párpados se cerraron en paz, como quien corre las cortinas al llegar la noche y el silencio invita al descanso.
Acorán, que poseyendo el Sol, escogió la luz verde de unos ojos de mujer, descubrió que a aquel mundo tan oscuro que veía desde las alturas, le faltaba amor. Sentado en la arena, mirando al Atlántico y con el recuerdo siempre vivo de Neferet, se preguntó cómo los hombres, teniendo el don de amar, renunciaban a éste para convertirse en dioses sin piel.
Nuria Peña.