En una casa, a veces ocurre que se avería el frigorífico y, casi a la vez, se puede estropear el pestillo de la puerta del cuarto de baño, el calefactor y el teléfono móvil. Y pocos días después, el ordenador. Como si se tratara de un maléfico efecto dominó.
Ese extraño fallo en cadena suele ocurrir en accidentes de tráfico, desastres naturales o asesinatos múltiples. Y también pasa con las enfermedades, con las epidemias.
El destino es así de caprichoso y cruel a veces. Mucha gente piensa que eso está de antemano escrito; que las cartas están marcadas, como suele decir uno de mis hijos.
Cuando la enfermedad se ceba con un grupo de amigos, nos gustaría anular de inmediato ese capricho del destino, pedirle que cambie de baraja, que esas cartas no nos gustan nada.
Un nudo rabioso me atenaza la garganta y, aunque me tomen por loco, al destino le grito: ¡Vale ya! ¡¿Me oyes?! ¡Ya está bien! ¡Aléjate de nosotros! ¡Fuera de aquí!
Pero enseguida entiendo que solo sirve para desahogarme, que la vida va a seguir como estaba previsto. Que lo mejor que puedo hacer es estar el máximo tiempo posible con estos buenos amigos, darles todo mi apoyo, cariño y amistad. Y que la medicina juegue una buena partida, que estoy seguro de que así va a ser.
Y a disfrutar juntos el tiempo que nos quede.
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